El "Ordo amoris" y la cultura del corazón













I. Qué es el ordo amoris


El ser humano, al nacer, se ve inserto en una trama de vínculos, de ámbitos de vida entreverados amorosamente: el padre y la madre, los hermanos mayores, los allegados, los amigos...

Pronto descubre otra serie de ámbitos que constituyen el entorno de la familia -que es el ámbito primario-: el pueblo, con sus calles y plazas, sus tiendas e instituciones; el paisaje, las tradiciones y fiestas; el lenguaje, visto como ámbito expresivo; las obras culturales y artísticas...

Más tarde, los estudios escolares le irán descubriendo la importancia de la interrelación: todo el universo está compuesto en definitiva por “energías estructuradas”, configuradas, ordenadas, y su marcha está reglada por leyes muy precisas que la ciencia se esfuerza en descubrir. El mundo vegetal y el animal está constituido como una trama de interrelaciones que forman el “orden ecológico”, según resalta en fenómenos como la polinización de las plantas y el carácter sexuado de plantas y animales. El mundo del arte irradia belleza básicamente porque se asienta en la armonía, que está integrada por la proporción y la medida: todas las partes de cada obra bella se hallan en una determinada relación entre sí y con la figura del hombre que las contempla.

Dentro de este mundo constituido por interrelaciones, el ser humano se encuentra instalado, al nacer, en una trama de relaciones amistosas, y, a medida que crece, se percata de que su vida debe consistir en crear nuevas tramas de relaciones a partir de las que ha recibido con su mismo ser.

Genios del pensamiento, capaces de tomar altura y sobrevolar cuanto ven y saben para descubrir el sentido de lo que existe, nos ayudan a abrir los ojos para advertir que el universo está maravillosamente ordenado, de forma que todo parece indicar que una mano amorosa lo creó y lo destinó a ser escenario de vidas consagradas a crear vínculos de amor. Hay en el cosmos una tendencia básica hacia el orden y la unidad. La mente privilegiada de Agustín de Hipona condensó todo esto en una expresión inigualable: “Ordo amoris”. Todo el mundo es un ámbito que viene del amor y está orientado al amor.

La vida del hombre está ordenada dinámicamente hacia el ideal de la unidad, que es ideal de amor mutuo, comprometido en la creación de formas de unidad estables y fecundas. Al orientar la vida hacia este ideal, ama lo que es amable, repudia lo que es desechable. De este modo, ama ordenadamente, conforme a lo que su razón le dicta que es su vocación y su destino, es decir: la verdad de su vida, su autenticidad. La verdad es la manifestación de la realidad, de esa realidad constituida por interrelaciones. Esta verdad no es ni objetiva ni subjetiva, sino relacional, propia del sujeto y del objeto vistos en relación.

II. La instauración del “ordo amoris”

El ordo amoris, la ordenación que viene del amor y está llamada a crear más amor, debe ser fundado por el ser humano en relación a las realidades de su entorno, que están de por sí abiertas a la interrelación (1) . Esa fundación se da en las diversas formas de encuentro que puede y debe el hombre crear. No es una tarea que dependa sólo de él, pero tampoco le viene impuesta de modo necesario. Está llamado a realizarla dentro de las condiciones concretas de las situaciones en que se halle. Se trata, por tanto, de una vocación y una misión que ha de realizar dentro del contexto de su particular destino.

Al encontrarnos con todo lo que nos orienta al auténtico ideal de la vida humana, nos adentramos en nuestro verdadero ámbito de vida personal, que es el ordo amoris. Completamos la ordenación del mundo hacia la unidad cuando nos abrimos al encuentro (nivel 2), inspirados en nuestra vinculación básica al bien, la justicia, la verdad, la belleza (nivel 3) y atenidos a nuestra religación primaria con el Creador del orden admirable del cosmos (nivel 4).

De este modo nos convertimos en actores de una vida que en cierta medida nos viene programada y en autores de la parte de nuestra existencia que podemos y debemos configurar bajo la inspiración del ideal de la unidad. En cada momento y cada situación, configuramos un “mundo” a nuestra medida, conforme a nuestras inclinaciones y proyectos. Cuando ese “mundo” se ajusta a la condición ordenada del universo y al ideal humano de la unidad, alcanzamos nuestra verdad de seres humanos, llamados a asumir el ordo amoris e incrementarlo. Este ordo amoris tiene, por tanto, un carácter “antropológico” -en cuanto afecta a la vida humana- y “ontológico” -por referirse a la realidad de todo el universo creado-.

La tradición cristiana, cuya doctrina se centra en la convicción de que “Dios es amor” (1 Jn 1) nos permite formular lo antedicho de modo transparente: En medio de las realidades creadas por Dios con un espíritu de amor, el ser humano debe configurar su “mundo” propio amorosamente, con vistas a crear nuevas y más elevadas formas de unidad. Tener un amor ordenado es vivir de modo justo, ajustado al ordo rerum, a la ordenación de cuanto existe.

El ordo amoris viene a convertirse para el hombre en un ordo amorum, una ordenación de los amores. El amor, rectamente entendido, se convierte así en criterio máximo de actuación (2) . San Agustín lo expresó con magistral concisión: “Dilige, et quod vis fac”: “Ama con amor de benevolencia, y haz lo que quieras” (3) , pues “si amas de verdad, no es posible que hagas sino el bien” (4) . El amor verdadero es el canon de la libertad auténtica, la libertad para la creatividad (5).

III. Necesidad de formar el corazón

Para promover el ordo amoris, el líder debe cultivar el corazón, que es el hogar de la afectividad y los sentimientos. Al depreciar los sentimientos, por considerarlos como meros estados subjetivos y arbitrarios del ser humano, se restó importancia al papel que juega el corazón en el proceso de desarrollo de la personalidad.

Debemos distinguir los sentimientos de las sensaciones o impresiones, y, dentro de los sentimientos propiamente dichos, hemos de reconocer la existencia de modos diversos. Los sentimientos no se reducen a meras afecciones subjetivas; son la vibración de una persona ante una realidad que le afecta. Según sea el rango de esta realidad y la calidad de la actitud que adoptamos frente a ella, así será la categoría del sentimiento suscitado por esa interrelación.

1. Sensaciones corpóreas e impresiones psíquicas. En determinadas circunstancias, sentimos hambre, sed, dolor, gusto... Sin pretenderlo nosotros y sin pensar en ello, podemos tener sensaciones de hambre y sed, dolor y agrado... Estas sensaciones son puras reacciones a la situación en que se halla nuestro cuerpo.

Al andar, tropiezo con algo y siento dolor en un pie. Es una reacción espontánea ante un incidente que altera varias terminaciones nerviosas de mi cuerpo. Esta sensación se da en el nivel 1. Acontece dentro del circuito cerrado de una acción (golpe) y una reacción (sensación corpóreo-psíquica) de dolor.

Dos novios se hacen caricias porque ello les proporciona sensaciones agradables y, por tanto, goce. Las sensaciones son corpóreas, semejantes –aunque de signo distinto- al agrado que experimenta el sentido del gusto al tomar un alimento apetitoso. El goce es una impresión psíquica. Si los jóvenes no se acarician para mostrarse un afecto personal sino sencillamente porque les agrada, esta impresión psíquica no tiene carácter espiritual. Se queda bloqueada en sí misma; no crea una relación entre personas. Y lo espiritual implica siempre una interrelación personal. Al realizar esas caricias, los novios no establecen una relación personal propiamente dicha; fusionan su sensibilidad con el cuerpo acariciado; se reducen, por así decir, a sensibilidad acariciante y gratificada. Se mueven exclusivamente en el nivel 1, pues no hacen sino reaccionar ante estímulos, no responden a ninguna invitación rigurosamente personal. Cada uno de los novios se reduce a una sensibilidad ávida de sensaciones agradables y reduce al otro a mero centro emisor de estímulos gratificantes. Las pasiones -las pulsiones a cuya energía se ve uno sometido- no constituyen una respuesta lúcida y voluntaria al valor.

2. El paso de las impresiones psíquicas a los sentimientos. Al realizar, con buena salud, alguna actividad fisiológica -andar, ver, comer, respirar...-, experimentamos una sensación de agrado, que es reflejo de la conciencia de estarnos realizando plenamente. Son sensaciones que se producen automáticamente al realizar una acción. Al vivirlas, tengo conciencia de que son la vibración de mi persona ante el hecho de actuar en plena forma. Ya hay en ellas cierta intencionalidad, es decir, cierta relación a algo que implica un valor por cuanto nos ofrece posibilidades para nuestra realización personal. En cuanto producen agrado subjetivo, esas sensaciones constituyen impresiones psíquicas. Al no reducirse a producir agrado subjetivo, sino remitirnos a un aspecto de la realidad distinto del agrado y valioso para el conjunto de nuestra persona , tales impresiones empiezan a adquirir la condición de sentimientos.

Para comprender por dentro cómo se realiza el paso de las meras sensaciones e impresiones a los sentimientos, podemos analizar nuestras reacciones y actitudes ante los siete modos de realidad que presenta una obra de arte cualificada. Realicemos dicho análisis a propósito de las obras de arte musicales.

1. Los sonidos producidos por los diferentes materiales sonoros provocan espontáneamente en nuestra sensibilidad una reacción que puede ir desde el desagrado hasta el encanto, pasando por la indiferencia. Mozart tenía predilección por los sonidos precisos, como el de ciertos pianos o el de clarinete. La flauta le dejaba, más bien, frío, hasta el punto de que, según propio testimonio, le cegaba la inspiración. Se trataba de meras reacciones involuntarias a un estímulo sonoro.

2. Algo semejante acontece con la impresión sonora que nos producen los instrumentos al combinarse entre sí. Sin tener razón alguna para ello y sin haber tomado una decisión expresa, podemos sentir aversión, por ejemplo, a la combinación de trompa y fagot, y sentir, en cambio, agrado ante un duo de violín y piano. Seguimos dentro del área abierta entre un estímulo y una reacción.

3. Cambia el panorama cuando con esos sonidos entreverados se estructura una forma musical, por ejemplo una “sonata”. Primero suena el tema masculino, con su ritmo brioso, para ser complementado seguidamente por el tema femenino, más melódico y sereno. Luego, ambos temas muestran su fecundidad musical a lo largo de un desarrollo... Los sonidos estructurados de esta forma no hablan sólo a nuestra sensibilidad, sino a nuestro entendimiento, y apelan a nuestra voluntad a que los asuma de forma activa. Al responder a tal llamada, nuestra persona entera vibra con la expresividad propia de esa estructura. La forma “sonata” sugiere un espíritu de diálogo cortesano, en el cual se conversa con orden, se escucha a los demás y se comentan y amplían los temas principales con voluntad de discernir qué opiniones merecen obtener la primacía. Ya empieza aquí a jugar un papel importante el sentimiento por encima y a base de las sensaciones e impresiones sonoras.

4. Esos sonidos estructurados dan expresión sensible a diversos ámbitos de vida: ámbitos de alegría y tristeza, exultación y depresión, súplica y esperanza, amor y odio... Cuando en el Preludio del primer acto deLohengrin nos hace oír Wagner el leitmotiv del protagonista, nos sentimos elevados a un plano de luminosidad, de amor a la justicia que parece venir de lo alto. Al descubrir, más tarde, la noble misión del enigmático caballero, nos adherimos a su voluntad de instaurar el recto orden, y sentimos hondamente su marcha cuando Elsa, su esposa, incumple lo prometido. Esta movilización del entendimiento, la voluntad y el sentimiento da lugar a una experiencia estética y ética de la mayor calidad. El agrado que nos produce el sonido de los instrumentos y la trama musical que éstos configuran no lo autonomizamos; lo tomamos como base espléndida de una experiencia más compleja y rica que enardece nuestro sentimiento espiritual.

5. Esta compleja experiencia produce una peculiar emotividad. Nuestra persona vibra ante el valor que implica el contenido de la leyenda de Lohengrin y la forma expresiva en que lo trasmite el autor. Tal emotividad no es una pura reacción ante un estímulo -como acontecía en el siglo XVIII cuando operas enteras se consagraban a mecer a los oyentes con el encanto de la voz de los “castrati”-. Es la vibración ante un gran valor.

6. Los cinco modos anteriores de realidad nos revelan un mundo peculiar, integrado por la estética romántica y la honda expresividad de las leyendas medievales.

7. Las Pasiones de Juan Sebastián Bach fueron compuestas para servir de meditación en los oficios religiosos protestantes del Viernes Santo. Este entorno vital encuadra dichas obras en un campo de profunda religiosidad y les da su sentido cabal. Para captarlo, se requiere conocer la génesis de las obras y su finalidad, estar decidido a vivirlas en toda su amplitud y hondura, y contar con una sensibilidad estética y religiosa capaz de conmoverse con la historia de amor presentada en ellas a personas creyentes. Esa conmoción espiritual es una forma elevada de sentimiento.

3. Sentimientos espirituales. Una madre acaricia a su hijo. Éste siente agrado en tres niveles de su persona: en el fisiológico, ya que el contacto suave de la piel le produce satisfacción; en el psíquico, pues en las yemas de los dedos de su madre palpita su ternura y su carácter acogedor; en el espiritual, por cuanto, al acoger al hijo, la madre funda con él un ámbito de tutela amorosa. Este sentimiento triple de agrado no se cierra en sí mismo; remite a la madre que lo suscita y a su actitud benevolente. Muestra un grado elevado de intencionalidad, es decir, de relación del sentimiento a la realidad que lo suscita. Lo decisivo en él no es el agrado subjetivo que produce al niño, sino la “urdimbre afectiva” (J. Rof Carballo) que se crea entre él y su madre.

La intencionalidad se hace más intensa a medida que se incrementa el valor de la experiencia realizada y se lleva a cabo con mayor desinterés. Dos novios se aman intensamente y desean unir sus vidas en un proyecto matrimonial común. Todos los planos de su afectividad están polarizados en torno a ese deseo básico, convertido en ideal de su vida. Las acciones que realizan conjuntamente bajo la inspiración de este ideal intensifican más y más su unión personal y les producen un profundo gozo. Este es un sentimiento netamente espiritual, pues constituye la vibración de toda la persona ante el alto valor que implica la preparación de una vida de entrega mutua. Sacrifican los goces que podría procurarles una relación sexual prematura porque han determinado que la intimidad corpórea plena sea la expresión viva de la intimidad espiritual auténtica. Tales goces, por intensos que pudieran ser, serían meras sensaciones superficiales y pasajeras, puras excitaciones nerviosas. El gozo que sienten es un sentimiento muy hondo de satisfacción porque significa la respuesta de toda su persona a la llamada de un gran valor (niveles 2 y 3). Lo decisivo para los novios no es el agrado que implica tal satisfacción, sino la conciencia de estar inmersos en el ordo amoris, en la ordenación de todo el universo hacia la unidad. Su comportamiento los pone en consonancia con el modo de ser de las realidades infrapersonales del mundo y los abre a la tarea de crear ámbitos personales, modo de unidad relevante que corona todo el proceso creador del universo.

Entre el carácter cerrado de la fusión sensible hedonista y la condición abierta del amor generoso media un abismo. Al advertirlo, comprendemos la grandeza del amor personal -situado en los niveles 2 y 3-, y, para lograrlo, estamos dispuestos a renunciar lúcida y voluntariamente a los goces que puedan apegarnos a la conducta interesada propia del nivel 1.

Los sentimientos espirituales introducen una distancia de perspectiva entre el sujeto que realiza una experiencia y la realidad experimentada. Esa distancia sólo degenera en alejamiento cuando deseamos dominar la realidad que nos afecta. En cambio, si nuestro propósito es realizar una unión generosa, respetuosa y colaboradora, con una realidad, nuestro sentimiento -la vibración de nuestra persona con ella- se une al conocimiento del valor que encierra y a la voluntad de refrendar esa unión conmovedora. De esta forma, los sentimientos suscitados por realidades ambitales -que ofrecen al ser humano posibilidades de pleno desarrollo personal- movilizan todas nuestras potencias espirituales. Con razón afirma Alice Hildebrand que “la respuesta afectiva del amor tiene tanto derecho a que se la denomine espiritual como un acto de conocimiento” (6) .

El ser humano está llamado, por el dinamismo interno de su realidad personal, a integrar todas las sensaciones, impresiones y emociones en el ámbito más amplio y trascendente de los sentimientos espirituales. Tal integración sólo puede llevarla a cabo cuando decide moverse en el nivel 2, dejándose inspirar por el nivel 3 y buscando la última fundamentación de esa actitud en el nivel 4. Esta decisión supone un cambio de ideal y, por tanto, la transformación del corazón. “Donde está tu tesoro, ahí está tu corazón” (Mt 6). Si ponemos el corazón en el afán exclusivo de acumular sensaciones placenteras, nos movemos en elnivel 1, con grave riesgo de descender a niveles inferiores (-1, -2, -3), que implican estados cada vez más graves de envilecimiento personal. Si oriento mi corazón hacia el servicio a los demás, creo relaciones personales inspiradas en los valores supremos de la bondad, la justicia, la belleza, la unidad y la verdad (nivel 3). Tener buen corazón significa adoptar una actitud básica de entrega, ser sensible a la llamada de los valores más elevados y estar dispuesto a asumirlos con toda el alma, como pedía Platón (7) .

Esta prontitud para ir al encuentro de los valores implica la forma acogedora de escuchar que los latinos llamaban “ob-audire” (oir de forma penetrante), término del que se deriva “obediencia”. Se trata de una “obediencia nutricia” que nos vincula para enriquecernos y hacernos plenamente libres, seres abiertos a la creatividad. Por eso, tal forma de obediencia se llamó también “docilidad”, que procede del verbo latino “docere” (enseñar) y significa la disposición a aprender. Esta atención a lo que puede fecundar nuestra vida es la condición que define al verdadero “alumno”, la persona que se deja “nutrir” (en latín “alere”) para crecer convenientemente y hacerse “alto”, en sentido espiritual (8).

El buen líder debe ser “obediente” a cuanto encierre valor a fin de ganar “autoridad”, capacidad de promocionar la personalidad de los demás. Esa autoridad va unida radicalmente a la voluntad de acoger, por una parte, la realidad que le nutre y, por otra, a quien desee crecer espiritualmente. Es una forma de acogimiento receptivo y activo a la vez. Por eso el líder auténtico es dócil, bondadoso y afable. Dócil, pronto a dejarse enseñar (en latín, docere); bondadoso, atento al bien de los demás, a lo que constituye la perfección de su modo de ser, de su verdad esencial; afable, abierto a comunicar (del latín “affari”, hablar) lo que es en cada momento procedente.

Así entendida, la capacidad de acogimiento significa el corazón -el centro energético- de una familia, de un grupo escolar, de todo centro de liderazgo espiritual. En él se aúnan la dulzura y la cordialidad con la vitalidad más tenaz y enérgica. El espíritu que vivifica a las personas y a las comunidades es el corazón abierto a la apelación de los valores, que son su alimento por excelencia. De ese corazón así vitalizado procede la fuerza de la voluntad. La voluntad no es fuerte a solas, sino en vinculación obediente y cordial a cuanto encierra valor.

El líder procura formar a las gentes de modo que cultiven a la vez la inteligencia, la voluntad y el corazón y los integren de tal forma en su actuar que se sientan del todo libres al conocer los valores, asumirlos voluntariamente y sentir su grandeza con admiración y agradecimiento. El ser humano adquiere, con ello, su plena soberanía de espíritu, así como su máxima dignidad y honorabilidad.

IV. El papel del corazón en el proceso de desarrollo humano

Cuando de forma lúcida -merced a la capacidad intelectual-, decidida -mediante la decisión de la voluntad- y emotiva -debido a la vibración de toda la persona- opto por el ideal de la unidad, quedo polarizado en torno a la creación de formas relevantes de encuentro. Mi libertad creativa surge en el momento en que me determino a elegir una posibilidad entre otras, no por ser la más apetecible para mí en ese momento, sino porque me facilita la realización de dicho ideal.

Este ideal elegido como centro orientador de toda mi vida constituye el núcleo dinámico de mi “corazón”, visto como el centro íntimo que decide el sentido de mi existencia, mi libertad interior, mi estilo relacional de pensar y sentir, mi capacidad creativa... (9) De aquí se deriva la importancia decisiva del corazón en el proceso de desarrollo humano. Respondo de manera decidida y consciente a un gran valor y siento alegría, incluso entusiasmo. Esta experiencia afectiva no es una mera reacción sensible o psíquica a un estímulo; es la vibración de toda mi persona con una realidad que le ofrece posibilidades de realización. Si es una vibración conmovedora, deja patente que se trata de un gran valor. Descubrimos, así, que la experiencia afectiva encierra un alto poder cognoscitivo.

No es lo mismo oír el Quinteto para cuerdas y viola en sol menor de Mozart que un vals de Johann Strauss, aunque también éste posee belleza y gracia. El sentimiento que me produce el primero es más hondo, me llega más al alma, porque es la reacción de toda mi persona -con su sensibilidad musical, su conocimiento de las formas, su experiencia del alma humana...- ante una obra singularmente genial (10).

Me entusiasman las dos Pasiones de Bach por su grandeza de forma y de contenido.

Me gusta el sonido de los instrumentos tanto a solas como entreverados entre sí. Me resulta agradable al oído. Lo agradable es un valor, indudablemente, pero se reduce a puro gusto, una sensación privada y pasajera; no me remite a algo que tenga una importancia estable y significativa para el conjunto de mi vida.

Pero, además del agrado sensible producido por ciertos sonidos, éstos dan lugar a estructuras musicales: melodías, armonías, formas... Un aria, un coro, un recitativo... presentan una expresividad especial, y no sólo dicen algo a la sensibilidad, antes hablan al entendimiento y mueven la voluntad a asumirlos. La emotividad que despiertan ya constituye un sentimiento, que va unido a un modo peculiar de gozo.

Estas formas musicales me revelan diversos ámbitos humanos: ámbitos de expectación sombría y de dolor, de arrepentimiento y conversión, de perfidia y de fidelidad amorosa... La patentización luminosa de tales ámbitos me produce una forma superior de gozo, como sucede en todo fenómeno expresivo.
Por encima de ello, la obra me presenta el mundo del estilo barroco: su capacidad de integrar coros y orquestas en grandes edificios sonoros, su arte de insistir para ahondar y persuadir, su facilidad para aliarse con el pietismo y poner la sensibilidad religiosa a flor de piel.

Y sobrevolándolo todo, se me hace presente el drama religioso de la Pasión del Salvador. Bach, como gran poeta de la música, transfigura la realidad al mostrarla con los medios expresivos del arte. Intuye que más allá de la apariencia ruda de las incomprensiones y traiciones humanas se alza la nueva creación instaurada por la muerte y resurrección del Señor, y sabe crear un ámbito de paz y esperanza en medio del desconsuelo del aparente fracaso.

Los diversos planos de realidad que integran la obra me producen sensaciones, impresiones, emociones y sentimientos peculiares. Todos ellos se dan al mismo tiempo y se complementan, sin fusionarse ni difuminarse, sino conservando una clara jerarquía entre sí. Su sentido último lo adquieren los sonidos, las melodías, las armonías y las formas musicales -planos 1, 2 y 3 de la obra musical- al revelarnos los ámbitos que encarnan, la emotividad que suscitan, el mundo estético y religioso que revelan , la situación vital para la que fue compuesta la obra -planos 4, 5, 6 y 7-. Este conjunto de sensaciones, impresiones, emociones y sentimientos nos produce una conmoción interior extraordinariamente positiva, años luz superior al goce producido por la audición de un bello sonido o una armonía sorprendente. ¿Puede decirse que dicha conmoción es un sentimiento irracional?

De manera precipitada, suele considerarse como “irracional” toda forma de conocimiento que no presente las condiciones de exactitud y verificabilidad propias del lenguaje matemático. Es hora de aclarar definitivamente que debemos entender por conocimiento racional el que crea estructuras inteligibles y, mediante ellas, revela alguna vertiente de la realidad. El lenguaje matemático crea formas de expresión propias, comprensibles por quien tenga la formación necesaria, y mediante ellas da razón de las vertientes cuantificables de la realidad. En este campo acotado desde su fundación por la ciencia, ésta consiguió éxitos insospechados. Pero su método de conocimiento no es aplicable, por definición, a los aspectos de la realidad que no son susceptibles de cálculo y medida por no estar sometidos al tiempo y espacio empíricos. El grado de tristeza de un hijo que pierde a su padre no puede ser medido y expresado científicamente, con precisión matemática. Pudo, en cambio, ser manifestado de forma impresionante por Mozart en el Quinteto antes citado a raíz de la muerte de su padre. Lo que es la quintaesencia de la tristeza queda revelado aquí de forma inolvidable. La impresión que nos produce la audición de esta obra no es una experiencia afectivameramente subjetiva. Nos remite a una obra que surgió como fruto de un encuentro: el de la persona de un hijo con la figura agigantada del padre ausente para siempre.

V. Carácter intencional de los sentimientos

Si no reducimos todos los sentimientos a meras sensaciones automáticas -carentes, por tanto, de actividad intelectual y volitiva-, veremos que apuntan siempre a la realidad que los suscita. Ese estar dirigidos a una realidad es denominado por los fenomenólogos “intencionalidad” -término procedente del verbo latino “tendere in”, tender hacia-. Esa intencionalidad es algo relacional, y la relación es fuente de realidad. Si tenemos en cuenta este valor de la relación, daremos la solidez debida a nuestras experiencias.

Te prometo algo y me siento responsable de cumplirlo. Podríamos pensar que hacer una promesa se reduce a un mero sentimiento y puede desvanecerse con la misma rapidez y facilidad con que se diluyen, a menudo, los sentimientos y se apaga el sonido de las palabras. Pero más allá de las palabras con que se ha expresado y de los sentimientos en que se ha apoyado y los que después haya podido suscitar, mi promesa consiste en algo tan real como es el vínculo objetivo que se ha establecido entre mi persona y la tuya. En el nivel 1, las palabras desaparecen y las emociones se esfuman. En el nivel 2, las relaciones creadas permanecen. Por eso una palabra dicha con voluntad de crear un vínculo hay que mantenerla porque ella misma tiende a permanecer. Si conocemos los diversos niveles de realidad y de conducta, consideramos insensato afirmar que prometer respondió por mi parte a un sentimiento, y, si éste desaparece, no estoy obligado a cumplir lo prometido. Mi sentimiento de responsabilidad tras la promesa apunta al vínculo interpersonal creado entre nosotros, y recibe de esta relación todo su peso y su gravedad. Si olvidamos la solidez que tienen de por sí los vínculos e interrelaciones, la trama de la vida humana se derrumba. Para verlo a fondo, debemos descubrir la importancia de los ámbitos y las relaciones en la vida humana y ejercitar el pensamiento relacional.

De forma semejante, supongamos que cometí una injusticia y pido perdón. Me arrepiento de ello, tengo un sentimiento de contrición y siento necesidad de restaurar la unidad perdida por mi conducta desarreglada, contraria al orden debido. Pedir perdón implica un sentimiento, pero éste no se reduce a una mera sensación afectiva interna a mi ánimo; apunta, por una parte, a la injusticia cometida, al vínculo roto, a la perturbación del recto orden entre personas y entidades, y, por otra, alude a mi voluntad de rehacer la unidad perdida. Un sentimiento a solas se queda en vacío, como una mano que alguien dirige a otro y no encuentra acogida. Pedir perdón y perdonar son valores moralmente relevantes no tanto porque implican ciertos sentimientos cuanto porque vuelven a crear una relación de unidad. Implican un tipo de afectividad creadora, sumamente efectiva.

El carácter intencional del entendimiento y la voluntad fue visto y aceptado de antiguo. No así el de la afectividad, incluso por parte de quienes resaltaron con la debida energía la importancia de los sentimientos superiores. “El hombre bueno -indica Aristóteles- no sólo quiere el bien sino que también se alegra de hacer el bien”. Alegrarse es un sentimiento, y los sentimientos no siempre recibieron de este gran pensador el trato debido a su alto rango. Los sentimientos fueron estudiados, de ordinario, en el apartado dedicado a “las pasiones” y no obtuvieron el rango de racionales, a diferencia de lo que aconteció con el entendimiento y la voluntad. Se trata de dos formas de reduccionismo que depauperan gravemente la vida humana y han de ser superadas con toda decisión.

La tendencia actual al relativismo y al subjetivismo dificulta esta labor de superación. Las gentes suelen subrayar con vehemencia sus sentimientos subjetivos, como si se tratara de algo decisivo. A la pregunta “por qué has hecho esto”, suele responderse: “porque me gustaba”. Pero el simple gustar no es un canon o criterio de valor. Por eso, manifestar que algo nos gusta o nos encanta no justifica que lo realicemos. El deseo no es la medida del valor. Tal medida viene dada por la fecundidad que encierra para nuestra vida aquello que elegimos. Háblame de la grandeza que encierra, en algún aspecto, aquello que te gusta. Si también a mí me hace vibrar, podremos unirnos al mirar en esa misma dirección. Luego yo viviré en mi interioridad la satisfacción subjetiva que me produce.

Estoy conversando gustosamente con un amigo. Lo importante es el amigo, el valor de su amistad para conmigo, no el halago que en este momento me produce su presencia. Si sólo pienso en mi satisfacción, reduzco al amigo a medio para mis fines. De modo semejante, me conmueve oír El holandés errante de Richard Wagner. Pero lo importante no es sólo ni en primer lugar mi conmoción subjetiva ante esta ópera sino lo que tiene de conmovedor el amor incondicional que debe encontrar el protagonista en una joven desconocida si ha de librarse de la condena a vagar por los inmensos océanos. Los sentimientos debemos vivirlos a una con la realidad que los suscita. Esta forma relacional de vivir los sentimientos les otorga una hondura y una fecundidad insospechadas.

La actitud hedonista aísla los sentimientos y los reduce a meras sensaciones y emociones subjetivas. Como éstas son de suyo inconstantes y volubles, se acude al ámbito de la razón y la voluntad para fundamentar una conducta estable y sólida. Si queremos superar este descrédito del área afectiva, debemos suscitar en nosotros y en los demás sentimientos de asombro, admiración y entusiasmo, no sólo por ser experiencias gratificantes sino, sobre todo, porque nos hacen vibrar con realidades nobles y elevadas.

Dejarse conmover por algo extremadamente valioso no es índice de debilidad sino de apertura a lo que más nos enriquece. Tal apertura implica una actitud de entrega reverente y humilde, pero ésta posee toda la reciedumbre y la alta calidad de las realidades a quienes consagra la atención. La conmoción no es siempre una “pasión”, una reacción pasiva ante una realidad poderosa que actúa sobre nosotros. A menudo, es una respuesta activa a una oferta de valor. Si no nos conmovemos ante algo relevante, puede ser porque el valor no nos ha sido bien presentado -como sucede cuando la interpretación musical es defectuosa o la visita al museo precipitada- o por falta de sensibilidad de nuestra parte. La falta de emoción ha de ser vista como un defecto, no como signo de que uno es un espíritu soberano que domina la situación y está por encima de blanduras sentimentales. El neutralismo afectivo no indica, de por sí, sobriedad y serenidad de ánimo -como a veces se afirma-; puede ser síntoma de anemia espiritual o falta de vitalidad. La vitalidad la cobra el espíritu al acoger de forma activa los grandes valores. Esa labor de acogimiento se realiza en el corazón, como centro de la afectividad.

Por no haber descubierto esta función decisiva de la afectividad, se llegó con frecuencia a rechazar el espíritu de participación en experiencias valiosas y adoptar una actitud incomprometida ante la vida. Frente a ello, Gabriel Marcel confiesa que rehuye adoptar en la vida una actitud de indiferencia como si fuera un espectáculo que no le concierne. “Je ne suis pas au spectacle” -escribe-: yo no estoy en plan de espectáculo.Si se hace constante, la actitud de neutralismo afectivo provoca una temible atrofia afectiva, caracterizada por la incapacidad de responder a los valores más elevados. Esa ceguera e insensibilidad para los valores es fruto de la entrega al proceso de vértigo, que comienza con una actitud de egoísmo o reclusión en sí mismo.

Si sólo pensamos en nuestras sensaciones y gratificaciones, corremos riesgo de que, al abrirnos a las diferentes realidades, no movilicemos nuestra capacidad intelectual con el fin de conocerlas y nuestra fuerza de voluntad con objeto de asumirlas. Dejamos, con ello, de sentir los grados diversos de vibración que pueden producir en nuestro ánimo los valores más elevados, como la verdad, el bien, la justicia, la belleza..., y nos entregamos al hedonismo frívolo, preocupado en exclusiva de emociones vacías.


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